Para
realizar mi trabajo con éxito debía ser un buen actor, eso lo entendí desde el
principio. Ocultar los miedos y temores y conducirme con naturalidad, era la
regla que debía seguir incluso en las peores circunstancias; eventos
inesperados que podían ir desde interrogatorios, hasta detenciones en cualquier
lugar del mundo. Sin duda, el que más me costó fue el primer viaje. Nunca antes
me había subido a un avión, es más, en la vida había visitado el aeropuerto.
Estaba algo desorientado y no sabía como actuar en aquel edificio de
dimensiones gigantescas, con efectivos de seguridad por doquier. El jefe sólo
indicó, en una especie de recomendación general, que debía actuar como si nada
pasara y justamente eso hice. Boarding pass y pasaporte a estrenar en mano, y
con los nervios recorriéndome el cuerpo de pies a cabeza, así como lo hace un
antibiótico inyectado para combatir una infección; pasé por los escáneres de seguridad
y unos minutos más tarde entraba a la plataforma de embarque sin ningún
problema. Mi corazón, que latía con una fuerza que superaba lo normal, se
tranquilizó un poco al abordar el avión. El peor de los peligros había pasado. Diez
horas después, desembarcaba en el aeropuerto de Barajas en Madrid. A pesar de
sentirme muy débil, tuve que hacer un esfuerzo inmenso por caminar en el
terminal como si mi cuerpo era dueño de todos sus ímpetus. No debía levantar
sospechas en los funcionarios españoles de migración. La carga había llegado
sin contratiempos a la capital de España, que según el jefe, era su niña mimada
de Europa. Más de un millón de españoles demandaban asiduamente la mercancía
cada año y la organización, decía el jefe, era un importante proveedor de ese
mercado.
Unos meses antes de ese viaje, la
empresa donde trabajaba cerró sus puertas. Sus directivos decidieron establecer
las operaciones en Colombia, donde al parecer, los costos de producción eran
menores y por ende, las ganancias podían ser mucho más elevadas. Eso fue lo que
dijeron. ¿Verdad? ¿Mentira? Únicamente ellos lo sabían. Lo cierto es que miles
de trabajadores quedamos en la calle y a partir de ese momento, la búsqueda de
un nuevo empleo se convertía en un auténtico vía crucis. Pasé a formar parte de
esa legión de venezolanos cada vez más creciente, con un título universitario
pero sin especialización de ningún tipo; que para los departamentos de recursos
humanos, o estamos muy cualificados para un puesto o sencillamente nos falta la
bendita maestría. Son tiempos, en los que para ser analista de cualquier cosa,
debes tener postgrado en lo que sea y para ser vendedor de una tienda, un grado
universitario completo es motivo suficiente para que no te llamen a una
entrevista. No parece haber términos medios. Los tiempos cambian, sin duda. Ser
licenciado hoy, es el equivalente a ser el bachiller de ayer.
Durante
los primeros meses, logramos sobrevivir con el sueldo de Juliana y el que fue mi
último pago, una no muy larga suma de conceptos laborales multiplicados por
días prorrateados. Pero cuando la liquidación se evaporó como lo hace el agua
del mar ante los efectos de los rayos de sol, mantener la casa empezó a hacerse
cuesta arriba. Después de enviar cientos de currículos y tras meses esperando
una llamada que me hiciera salir corriendo a ponerme la chaqueta negra y la
corbata azul, finalmente me contactaron de una empresa de telemercadeo para
vender paquetes turísticos. Estuve allí un mes. La empresa no pagaba sueldo
base, sólo comisiones y trabajaba ocho horas, de lunes a domingo, con un día
libre a la semana. Durante ese mes no logré concretar una sola venta, no tanto
por ser mal vendedor, sino porque la gente no es muy confiada a la hora de dar
sus datos de las tarjetas de crédito a desconocidos y mucho menos, cuando ese extraño
los contacta sin poder explicar de qué fuente obtuvo la información. Además,
intenté hacer tortas, aprovechando una habilidad que había heredado de mi
madre, pero las tendencias lights me sabotearon el negocio.
Unas semanas después del intento
fallido de vender paquetes turísticos, a la casa llegó una correspondencia del
banco. Uno de esos sobres, más temido que un paquete con una bomba casera o
esporas de ántrax. Nos habíamos retrasado en el pago de la hipoteca y el
departamento de crédito quería conversar con nosotros. Fui al banco y después
de una conversación amenazante, llegamos a un acuerdo de pago. Tan sólo tenía sesenta
días para juntar unos cuantos miles de bolívares. Insistí con el envío diario de
hojas de vida y el comprar todas las mañanas el periódico, se convirtió en una
actividad recurrente y habitual, tanto como alimentarme, ir al baño o tener
fantasías sexuales. Fue una de esas mañanas cuando vi el anuncio en el
periódico. Era pequeñísimo y realmente no decía mucho. Si quieres ganar mucho dinero, llama al 0555-6352698. No se necesita
experiencia. Altos ingresos garantizados. Viajes internacionales. Yo tenía
pasaporte, aunque nunca lo había usado. No tenía ninguna visa en todo el
documento. Durante mis días de estudiante, el dinero únicamente me alcanzaba
para costear los estudios y de empleado, las quincenas se diluían entre los pagos
del carro, las cuotas del apartamento, el mercado y el pago de los servicios
básicos.
Llamé al número escrito en el
anuncio y me atendió una señorita con una dicción excelente, como de comercial
de televisión. Me hizo algunas preguntas e indicó que el gerente me esperaba al
día siguiente a las diez de la mañana. Debía llevar mi hoja de vida
actualizada. Pensé que se trataba de ventas, a fin de cuentas, eran esas las
ofertas que inundaban cuál aguas desaforadas, los anuncios de prensa y las
páginas de búsqueda de empleo por internet. Venda paquetes administrativos.
Venda espacios publicitarios. Venda condones. Y lo peor de todo es que entre
los requisitos te exigen que seas especialista y hables inglés, para pagarte cuando
mucho dos sueldos mínimos. No sabía que ese en particular, era un anuncio para
vender el alma.
Llegué
puntual a la cita. Ni un minuto más, ni un minuto menos. La secretaria solicitó
mi hoja de vida y se la entregué. Ubicada en La Castellana, una zona muy
exclusiva de Caracas, estaba la oficina; en el piso diez de un edificio que
lleva el nombre de una importante entidad bancaria. Era pequeña pero lo
suficientemente lujosa como para dar una buena primera impresión a los
visitantes. Piso de mármol, asientos negros de buen cuero y las paredes
cubiertas de lustrosa madera de nogal; engalanaban todo el salón de recibo. Unos
minutos más tarde, el jefe me recibía en su despacho.
El jefe, un hombre de unos cuarenta
años, dueño de una gran barriga que no le restaba elegancia a su andar, estaba
muy bien vestido; con ropa, zapatos y reloj de marcas reconocidas. Me preguntó si
era ambicioso y cuánto quería ganar. La indagación me sorprendió. No es común
que en una entrevista de trabajo te pregunten de entrada, cuánto quieres ganar.
Esperaba preguntas más sosas cómo: cuéntame sobre tus empleos anteriores,
háblame de un logro laboral importante o nómbrame tus tres animales favoritos
en orden de preferencia. A pesar de la extrañeza que me causó la pregunta,
respondí. Me gustaría ganar lo suficiente como para poder pagar unas cuantas
deudas, dije sin vacilar. Me habló de la empresa. Era una organización recién
instalada en esa oficina, que se encargaba de transportar mercancías a distintos
lugares del mundo y por ello pagaba excelentes comisiones. Cuando pregunté de
qué tipo de mercancía se trataba, me contestó que antes de la respuesta, debía
saber que ya todos mis datos estaban en los archivos de la organización y que
de ese momento en adelante, la conversación se tornaba absolutamente
confidencial. Si yo los denunciaba, tenían mi dirección para ir a buscarme y el
poder necesario para acabarme en cuestión de segundos. Me habló del mercado del
producto y de los proveedores. Dijo que en el país se debían aprovechar las
ventajas de ser el vecino cercano del mayor productor del mundo y de contar,
con una ubicación geográfica estratégica y envidiable para la distribución en
los mayores centros de consumo, principalmente Estados Unidos y Europa. Fue entonces
cuando me dijo que a los pedidos provenientes de Estados Unidos y España, se
les brindaba un tratamiento preferencial. Con esos países se tenían las mejores
relaciones comerciales. El primero, es el mayor demandante de la mercancía en
el mundo y el segundo, el mayor de toda Europa. La posición estratégica del
país no la tiene ningún otro de América Latina, repitió. Los riesgos eran altos
pero los beneficios de alguna manera los compensaban. Podía ganar con un sólo
viaje unos cuantos miles de dólares, que convertidos a bolívares, eran buenos
para empezar a pagar las deudas. Recordé en ese momento las palabras de algún
profesor de economía, quien decía que los agentes económicos compensan altos
riesgos con actividades que generan grandes rendimientos.
Lo cierto es que salí de la oficina
con una propuesta concreta por primera vez en muchos meses. Los empleados
estaban todos en misiones y tenían otras programadas al regresar. El jefe me
dijo que la organización contaba con nueve distribuidores, quienes se
encargaban de llevar la mercancía a cualquier parte del mundo donde esta fuese solicitada.
En ese momento, un pedido para España esperaba por distribuidor. Si yo quería,
podía hacer esa entrega. El boleto de avión, así como el resto de los gastos y
una estadía de tres días, corrían por cuenta de la organización. Tan sólo tenía
dos días para pensarlo.
Me fui a la casa y la propuesta no
se me quitó de la cabeza ni por un minuto en todo el camino de vuelta. Se metió
en mis pensamientos más profundos y me acompañó en el ascensor mientras bajaba
de la oficina, en el Metro y en la panadería donde me tomé el café de media
mañana, acompañado por mi soledad. Yo fui formado en una familia con valores, en
la que mamá nos enseñó a distinguir entre lo bueno y lo malo. Entre lo correcto
y lo incorrecto. Estaba seguro, más que eso, convencido de que aquello no era
bueno y que si decidía dar ese paso, no habría vuelta atrás. Sabía que si
entraba a ese lado oscuro, retornar a la luz sería imposible. Calculadora en
mano, saqué cuentas. Las cuotas vencidas de la hipoteca las podía pagar con la
comisión e incluso podía amortizar algunas cuotas del carro. Sencillo. Lo
pragmático iba ganando en la balanza donde competía con lo moral.
Mi vida de pareja también se estaba
tornando monótona; más que monótona, fría, helada a modo de un iceberg del Ártico.
El sexo con Juliana cada vez era menos frecuente. Las preocupaciones se
acumulaban en nuestras mentes durante el día y al llegar la noche, se
convertían en un muro infranqueable que impedía que nuestros cuerpos se
fundieran en el placer de la pasión. Ella no me lo decía, pero era obvio que se
sentía agobiada con la situación. Era el sostén de la casa gracias a su empleo y
sé que el verme disminuido, desempleado y agobiado por las deudas, de alguna
manera le perturbaba. No importa lo que pase, la sociedad está diseñada para
que los hombres proveamos lo necesario a nuestras familias y a nuestras mujeres
y está así, encriptado como un microchip en la mente de todos. Yo tampoco me
sentía bien conmigo mismo. La vida estaba perdiendo su sentido. No sólo mi relación
de pareja estaba deteriorándose. Ya ni mis amigos me llamaban. Los amigos,
buenos o malos, no quieren gente sin dinero, eso es así. Lo decidí. España
esperaba por mí. Por mí y por la mercancía. Sobre todo por la mercancía.
Antes de partir por primera vez,
debía entrenarme. No sólo se entrenan los jugadores de la Vinotinto antes de
partir a un encuentro internacional. Cada oficio tiene sus intríngulis y el que
yo estaba a punto de ejercer no era la excepción. Así como un futbolista no
mete goles sin práctica, no puede alguien transportar la mercancía sin
entrenamiento. El traslado de la mercancía tiene sus propias reglas y es
preciso conocerlas en detalle, para no cometer errores que la pongan en
peligro. La preparación comenzó el mismo día que regresé a la oficina con la
respuesta, muy temprano en la mañana. Por teléfono no se conversaba absolutamente
nada, eso había quedado claro desde el primer día. Antes del viaje, debía
suprimir de mi dieta las harinas y el licor. Me limité a no cuestionar y acaté
la instrucción como una verdad irrefutable, como buen católico. Al tercer día
de entrenamiento, empezaron a darme pequeñas peloticas de leche en polvo,
envueltas en la punta de guantes para cirugía. Poco a poco, decía el jefe. Al
principio, las vomitaba y las nauseas eran terribles, pero ya al final de la
práctica, pude ingerirlas sin mayor problema. Realmente lo más complicado del
proceso es la expulsión de la mercancía. Eso definitivamente cuesta más.
Dos días antes del viaje, me embargó
una duda. Me había dicho el jefe que por la premura, no podría ver una fase del
entrenamiento. La parte que no podía darme era la de la visita al aeropuerto.
Fue en ese momento cuando pregunté cómo debía actuar para no llamar la atención
de las decenas de oficiales de seguridad que patrullaban el recinto. A la
mayoría de los que hacen este trabajo, las autoridades los detienen por no
saber comportarse. Con normalidad, como si en tu estómago sólo llevaras la
merienda de la tarde, me respondió. También me dijo que no tenía motivos para
preocuparme, yo llevaría el mayor cargamento y para despistar, delatarían a un anzuelo, alguien que llevaba una menor
cantidad de mercancía, quizá unos cincuenta gramos. Eso haría que la seguridad del
terminal aéreo estuviese concentrada en él, disminuyendo las presiones sobre el
resto de los viajeros. Ya en ese momento había entrado al lado oscuro. No me
importaba que otra persona fuese aprehendida por los efectivos de seguridad y
enviada a la cárcel. Únicamente me importaba cobrar el dinero suficiente para
seguir con mi vida. En Barajas, un funcionario policial vinculado con la
organización, estaría de guardia al momento de mi llegada. En ese momento
entendí que las organizaciones tras la mercancía son como un inmenso pulpo de
mil tentáculos que intentan controlar al mundo, con sus extremidades llenas de
billetes verdes que alimentan en todas partes la corrupción y la complicidad de
mucha gente.
El viaje fue demasiado estresante.
Durante el vuelo no se puede comer, so pena de poner en riesgo la mercancía o
la propia vida. Si bien la mercancía da una sensación al cuerpo de no tener
hambre, realmente el organismo pasa horas sin alimentarse; consumiendo sus propias
reservas de grasas, proteínas y azúcares. Durante el periplo a Madrid, mientras
sobrevolaba el Atlántico, toda la comida que me fue servida en el avión, la
deposité muy discretamente en una bolsa que llevaba en el bolso de mano y
luego, con mayor prudencia, me deshice de ella. Así no despertaba sospechas en
la tripulación. Eso lo aprendí en los días de práctica.
Al regresar de España, pude pagar algunas
deudas con lo que cobré como comisión por la entrega. Pero a pesar de sentirme
más tranquilo por no estar en peligro de perder mi casa, la conciencia empezó a
molestarme. Mamá hizo un buen trabajo, sin duda. No había evitado que entrara
en el negocio, pero estaba a punto de hacerme salir. ¿A cuántos niños les
venderían unos gramos de la mercancía?, ¿cuántos crímenes se perpetrarían bajo
sus efectos?, ¿cuántas mujeres serían atacadas sexualmente por hombres que la
hubiesen consumido?, ¿qué cantidad de consumidores morirían por alguna
sobredosis? Esas preguntas sin respuesta empezaban a aturdir mi mente. La
angustia por las consecuencias de mis actos no me dejaba dormir. Pero por otro
lado, me inquietaba que Juliana y yo nos quedáramos sin un lugar donde vivir.
Si dejábamos de pagar la casa, el banco ejecutaba la hipoteca y perderíamos
todo el dinero que habíamos invertido; además, pagar un alquiler con lo que
estaba ganando Juliana era imposible en una Caracas, donde alquilar un
apartamento de sesenta metros cuadrados es un lujo que sólo se pueden dar
empresarios, estrellas de la televisión o mafiosos de alto rango.
Al retornar, después de hacer los pagos
correspondientes, llegó la noche. Juliana me buscó en la cama. Hicimos el amor
como nunca. No la recordaba tan apasionada, tan avasallante, tan sensual, tan
activa, tan dadora de placer. Su boca buscó la mía con ímpetu y fue recorriendo
mi cuerpo hasta llegar a mi falo erecto. Con cariño, la acosté y besé su boca
con pasión. Jugué con mi lengua sobre sus pezones erguidos, mientras sus
gemidos de placer se convertían en música que acariciaba mi golpeado ego. Después,
descendí lentamente por su vientre. Luego de brindarle placer con mi boca y mis
dedos, junté nuestros sexos. Comenzamos la cabalgata desenfrenada de dos seres
que se aman y se gustan. Por primera vez en semanas, hacíamos el amor.
El negocio es complejo. Complejo,
injusto y riesgoso. Visto desde afuera, como lo veía yo cuando lo más cerca que
estaba de él, era por las noticias de las páginas de sucesos de los periódicos
o los informes de los reporteros en cualquier ciudad de México; era como algo
lejano, como un extraño que nunca va a llamar a tu puerta. Pero cuando lo miras
desde adentro, una vez que
dejaste entrar al desconocido a casa, la visión es totalmente distinta.
Rápidamente caí en cuenta de que yo no era más que un simple medio de
transporte, como un camión, un barco o un avión, al que se le paga un flete por
trasladar unos cuantos gramos de la mercancía. No importa lo que le pase al
medio, lo importante es que la mercancía llegue a donde tiene que llegar. Al
principio creí que me habían pagado bien, pero pronto me di cuenta de que yo no
llegué a cobrar quizá, ni el cinco por ciento de lo que costó el cargamento que
trasladé. Es un negocio que mueve miles de millones de dólares en todo el mundo
y quienes hacemos esto, apenas
si cobramos una ínfima parte del valor de la carga.
Antes del viaje a Buenos Aires le
comuniqué al jefe mi decisión de hacer un sólo viaje más. La conciencia me
carcomía la cabeza como un ácido corroe un metal. Me respondió que eso era
imposible. Al negocio no se renuncia, me dijo. Quien trabaja para él, es muy
distinto de aquel que trabaja para un banco, que puede renunciar cuando ya no
se siente a gusto, cuando consigue algo mejor o cuando el jefe le obstina la
paciencia. Del negocio sólo se sale muerto, replicó jocosamente, pero yo
entendí de inmediato sus palabras. Es peligroso dejar ir a alguien de un
negocio tan lucrativo pero al mismo tiempo tan riesgoso. Una vez que esa
persona sabe nombres, direcciones, contactos y modus operandi, bien puede
intentar hacerse de una parte del negocio, con lo cual los demás involucrados ven
reducidas sus ganancias o sencillamente puede buscar a la policía. Por eso es
que hay tantas muertes en el mundo vinculadas a la mercancía. La pelea por el
control de los mercados y por la distribución de los beneficios es a sangre y
fuego, a muerte. Sí, salir del negocio era imposible. Dijo que si quería
terminar con la organización, debía tomar un poco del licor que servían en los
aviones.
En el momento en que decidí transportar la mercancía, únicamente pensé
en las causas que me llevaron a escoger esa opción y la verdad es que no tuve
más alternativas entre las cuales zanjar. Si me retrasaba con un pago
más, el banco ejecutaba la hipoteca que pesaba sobre la casa, así de sencillo.
Juliana estaba distante, lejana, como decepcionada de tenerme a su lado. Mis
amigos ya no me llamaban y yo me sentía inservible. Jamás pensé en las
consecuencias, ni para mí, ni para los demás. Pero desde el momento en que me
convertí en eso, mi esposa dormía con un delincuente, ni más ni menos, en eso
me había convertido, en un bandido, en uno más de la cadena. Un facineroso a quien el Estado
persigue y en quien gasta cantidades tremendas de dinero. La gente no lo sabe,
pero la mercancía, esa obra del diablo y sus demonios, genera costos inmensos en
todas partes.
Muy temprano en la mañana, antes de
partir a Argentina, fui a la oficina y empecé a ingerir los dediles que debía
entregar. Me tocaba transportar dos kilos y medio de mercancía, distribuidos en
sesenta pequeñas bolsitas de unos treinta gramos cada una. Era un viaje más
corto, de unas siete horas. El vuelo estaba previsto para las tres de la tarde
y llegué al aeropuerto de Maiquetía, faltando media hora para la una. Caminé
como si nada, como un ciudadano normal, con tranquilidad. Disimulando como un
actor ganador de Oscars, el miedo y el terror que aquel tránsito me producía. Era
como un gusano intentando sortear los picos de las gallinas en el gallinero. Hice
todos mis trámites y antes de abordar el avión de Aerolíneas Argentinas, un
efectivo de seguridad se me acercó. Me preguntó si me sentía bien. ¿Qué había
fallado?, pregunté a mis adentros. Respondí sin titubear, que sí, que todo
estaba en orden. Me miró con cierta sospecha por unos segundos y al final, me
deseó un buen viaje. A pesar de que el pánico me recorría las venas como un
veneno inoculado por una serpiente venenosa, no me permití fallar. Actuar con
naturalidad era la regla y la cumplí a cabalidad. Siete horas después
aterrizaba en el aeropuerto Ezeize de la ciudad de Buenos Aires.
A mi llegada al país del tango, de
Juan Domingo y Evita Perón, el contacto me dirigió al hotel en el cual me
hospedaría y donde al cabo de unas horas entregaría la mercancía. La totalidad
la entregué casi al amanecer, luego de varias horas de afanoso trabajo. El
proceso de expulsión me cansó muchísimo. Terminé la entrega sin fuerzas, así
que decidí tomar una siesta por unas horas para reponerme y luego salir a
conocer un poco la ciudad.
El hotel quedaba a pocas cuadras de
la 9 de Julio, la que según algunos es una de las avenidas más anchas del
mundo. Yo no lo sé. No había visto muchas otras. Lo que si sé, es que me
sorprendió con sus catorce canales de circulación y rodeada a ambos lados de
frondosos árboles de un verdor magnífico. La temperatura estaba genial, rondaba
los trece grados. El Obelisco que adorna la avenida y que emerge imponente
entre su centro, es un espectáculo que estaba obligado a disfrutar. Al
anochecer, tomé un taxi hasta la avenida Mayo 829 y llegué al célebre Café
Tortoni. Mi contacto me lo había
recomendado como lugar ineludible para visitar durante lo que me quedaba
de estancia. El anuncio de letras rojas en fondo blanco sobre la fachada estilo
art nouveau, invitaba a entrar para escuchar un poco de tango entre sus paredes
cubiertas de madera y disfrutar de sus suculentos platos. Me salí de la
obligada dieta del oficio. Comí un bife de chorizo con ensalada, acompañado de
un buen tinto argentino. De postre, pedí una torta de manzana caliente con
helado y lo acompañe con el mejor café vienés que me tomé en la vida. Al
terminar, compré un juego de tazas de porcelana para Juliana, decoradas con el
nombre del famoso café. La mercancía deja sus beneficios, sin duda. En otras
circunstancias no hubiese podido pagar un viaje así. Si la conciencia no me
hubiese molestado tanto, casi como un clavo dentro del zapato, tal vez hubiese
asumido el riesgo un par de veces más.
Al regresar, cobré por ese
transporte un poco más de lo que había cobrado por el primero. Hice que Juliana
abriera cuentas en varios bancos para no depositar de golpe todo el dinero en
la misma, evitando levantar sospechas por eso de la legitimación de capitales,
aunque la verdad es que hasta la gasolina con la que había llenado el tanque
del auto, fue pagada con dinero producto de la venta de la mercancía. Pronto
esas monedas pasaban a circular sin dejar ningún tipo de rastro y cualquiera,
sin sospecharlo siquiera, las tenía en su cartera, para después dejarlas de
propina en cualquier restaurante. Lo cierto es que ese dinero después que entra
a circular en la economía, pasa de mano en mano como una puta de las baratas. Juliana
me preguntó otra vez qué era eso tan valioso que transportaba la empresa para
la que trabajaba y tuve que repetir nuevamente la historia de que era una organización
que transportaba antigüedades muy costosas a diversas partes del mundo. Yo sabía
que ella sospechaba, pero nada podía hacer. Ya yo tenía un plan trazado. En
vista de que no me podía retirar del negocio, sí podía desaparecer sin dejar
rastro. Luego de unos viajes más, tendríamos ahorrado suficiente dinero como
para empezar una vida nueva en otro lugar. Escaparíamos sin dejar huella.
Bueno, eso era lo que yo pensaba. Sabía que para Juliana no sería fácil
separarse de su familia, como para mí tampoco lo sería hacerlo de mis padres,
hermanos y sobrinos. Pero los errores se pagan y ese era el precio que yo debía
pagar por haberle vendido el alma al diablo, que quizá es el único que
disfruta, que se regocija viendo al mundo revuelto por culpa de la mercancía.
El tercer viaje debía hacerlo a un
país, donde un kilo de la mercancía al por mayor puede costar más de setenta
mil dólares. Grecia me esperaba. El precio de la mercancía depende entre otras
cosas del nivel de pureza y según el jefe, la que comercializaba la
organización era de las mejores del mundo. Allí, un contacto de habla castellana
me esperaba para hacerle la entrega. Era el viaje más largo y por tanto más
riesgoso. Doce horas de vuelo más una parada de cuatro horas en el aeropuerto
de Barajas, me separaban de una comisión bastante atractiva. Unos días antes
fue noticia el asesinato de más de veinte personas en Ciudad Juárez,
supuestamente miembros de un cártel. Sentía que faltaba poco para poder
desaparecer y dejar de hacer tanto daño a otros. La noche anterior hice el amor
con Juliana. El sexo era cada vez más intenso. Nuestros cuerpos se fundieron en
una exaltación avasallante y danzaron al ritmo de nuestras ganas desbordadas.
Si no podía salir del negocio, debía hacer suficientes viajes como para poder
hacer una buena cantidad de dinero antes de desaparecer. Pero pronto descubrí
que el destino tenía otros planes.
Cuando
el avión tenía unas tres horas de vuelo, empecé a sentir un dolor insoportable
en el abdomen. Nada comparable a cualquier otro malestar abdominal que hubiese
sufrido antes. Una molestia incluso peor que la producida por la inflamación
del apéndice, dolencia que me había llevado al quirófano unos cuantos años
atrás. Procuré disimularlo, pero las inconscientes maniobras del cuerpo en
busca de una posición que le permitiera sentirse mejor, llamaron la atención de
mi compañero de asiento, quien enseguida llamó a la azafata. De mi boca empezó
a brotar un líquido como blancuzco. Segundo a segundo, de mi cuerpo se
escapaban las fuerzas necesarias para mantenerme con vida. Las palabras de mi
jefe vinieron a mi mente como un atroz epitafio. Del negocio sólo se sale
muerto. De seguro algún dedil se había roto. Sí, eso era. A miles de metros de
altura, mi vida se extinguía con el paso abrumador de los segundos. Son tan
lentos para hacer una hora y a la vez tan rápidos para acercar inexorablemente
a la muerte. Sí, le había vendido el alma al diablo y éste estaba pasando la
factura. Estaba próximo a pagar con mi vida unas cuotas de la casa, unos giros
del carro y las estancias en Madrid y Buenos Aires. Mientras mi pulso se hacía
cada vez más lento, me arrepentí de verdad, pero ya era muy tarde. Casi no
podía respirar. Estaba muriendo. La mercancía me tenía tan sólo a un paso del
final…